A orillas del rio Kwanza, en el cierre de su desembocadura, soy un pez en el agua.
La misma sensación de estar presa en una fotografía de catálogos de viaje, hace que con impaciencia salga corriendo para danzar por sus páginas satinadas.
Detrás de mí la puesta de sol, cada vez más roja y palpitante. Delante de mí un mar infinito.
Aquí probé mi primer Amarula, licor en crema parecido al Baileys, fruto de la Marula. Uno de los árboles autóctonos más valorado por las tribus y que crece bajo el sol africano.
Salir de Luanda y divisar el primer Baobao es descubrir la inspiración literaria. Lugar de misterio, aventura y leyenda. Próximo y lejano al mismo tiempo, una fuente inagotable de relatos misteriosos, de leyendas de amor y sacrificio.
El continente negro es una complejidad. Como dicen aquí “una confusión”. Nada está claro. Todo son extremos y contrariedades, que te atrapan como una tela de araña. Quizás por eso de tener en cada cama una mosquitera. Salir de ella, peor que salir de un atasco. Los “engarrafamentos” es la mayor preocupación de la vida cotidiana. Recorrer 2 Km en 15 minutos es todo un logro. Fué un día de suerte. Más pienso que, exceptuando a los europeos migrados, es una rutina tan insertada en la sociedad, que perderla sería como quitarte aquel tatuaje que te hiciste a los 15 años.
Por lo demás, mi vida sigue en el “convento”. He aprendido a rezar y a observar más de cerca el mundo espiritual del africano impregnado por una profunda religiosidad. Por ese motivo destilan los principios transcendentales desde los espacios de culto hasta en las inscripciones de los autobuses.
De todas formas, aunque crítica y escéptica mirada es la que tengo, no dejo de valorar la importancia que para ellos tiene la fe. Como decías, Rodri, éste es el único lugar en donde se puede creer.